Durante la pubertad y la adolescencia, la necesidad de adoptar a un animal es más fuerte que en ningún otro momento de la vida. Algunos buscan una bolita peluda a la que hablar y, otros, un compañero de juegos. Pero, a veces, los niños, a partir de una cierta edad, desean tener una mascota porque se sienten arrinconados o abandonados. Cuando hay conflictos con los padres o las cosas no van muy bien en el colegio, los animales tienen una ventaja: su amistad incondicional les permite compensar ese sentimiento de soledad o de falta de confianza en sí mismos.
El adolescente siente un enorme apego por su mascota porque siempre está ahí, con él. Una persona puede abandonarle, pero un animal, no. Aunque no hable un idioma “humano”, tiene la impresión de que le comprende, que capta sus estados de ánimo, que lo “escucha”. Sabe que puede confesarle cualquier cosa sin que le juzgue ni desvele sus secretos. Lo único que pide el animal es ternura, un poco de tiempo para que juegue con él y que le dé de comer. En suma, solo pide una relación simple. Y esa simplicidad es algo especialmente necesario entre los 10 y 15 años, cuando tantas cosas en la vida se vuelven complicadas.